De 1934 a 1968, el Código Hays reguló lo que se podía mostrar o no en las producciones cinematográficas estadounidenses. Si la censura es algo intrínsecamente negativo, también puede desarrollar la creatividad de los directores que quieren esquivarla.
A primera vista, uno se tiene que oponer a cualquier forma de infracción a la libertad de expresión. La censura viola uno de los principios fundadores de la vida en democracia. Sin embargo, nos podemos preguntar si, en cuestión de creación cinematográfica, la censura practicada durante cuatro décadas en los Estados Unidos pudo haber tenido repercusiones positivas.
Hoy en día, la censura oficial casi ha desaparecido, por lo menos en Europa y Estados Unidos. Sobrevive de manera velada: la censura económica y la autocensura se hacen presentes cuando la clasificación de una película en una categoría reduce el público potencial o impide su difusión en prime time para la televisión. En otros casos, acontecimientos recientes históricos obligan a otra forma de censura al no querer herir susceptibilidades, algo que pudimos observar cuando la tragedia del 11-S, como la escena eliminada en Spider-Man con las Torres Gemelas.
Código Hays
El Código de Producción Cinematográfica es mejor conocido por el nombre de Código Hays, en honor a Will H. Hays, presidente de la Asociación de Productores y Distribuidores Cinematográficos de América al momento de su creación, en 1922. Curiosamente, este manual de leyes morales no emanaba del gobierno sino de la misma industria hollywoodense, la cual quería recuperar su prestigio.
El código fue principalmente redactado por el fanático católico Joseph Breen, quien iba a volverse el censor todopoderoso del cine y de Hollywood entre 1934 y 1954, reglamentando el retrato del crimen, de la prostitución, del uso de drogas, la profanidad, el respeto a la religión y la política, la desnudez, los besos y las escenas de amor. Otro tipo de detalles de carácter también fueron prohibidos, como esclavitud de personas blancas y escenas que sobre entendieran siquiera una relación sexual entre parejas de distintas razas.
Antes de 1929 -inicio de la crisis económica y época de los primeros filmes sonoros- varios escándalos de actores empañaron la imagen de los grandes estudios. El primero fue el que involucró Roscoe “Fatty” Arbuckle, estrella del cine mudo cómico, aparentemente culpable de violar a la actriz y modelo Virginia Rappe, quien murió cuatro días después debido una peritonitis causada por este acto bárbaro. El rechoncho actor fue absuelto por la justicia, sin embargo, su nombre fue el primero en aparecer en una lista negra: sus películas fueron retiradas y prohibidas.
En los años locos y al principio de los 30, Hollywood tuvo una época libertaria, durante la cual el público tenía simpatía por los gánsteres (aunque no había redención para ellos) y por mujeres arribistas que vendían su cuerpo para lograr sus fines. Fue el caso de muchos papeles de Jean Harlow, a quien su conservadora productora, MGM, odiaba por su vulgaridad, pero cuya inmensa popularidad le impedía despedirla.
Las cintas de la era llamada precódigo enseñaban cosas que resultaron inconcebibles para el espectador de las décadas siguientes: en El Ángel Azul, la sensual Marlene Dietrich revela sus largas piernas; las obras bíblicas de Cecil B. DeMille, como Los Diez Mandamientos y El Signo de la Cruz, mostraban mártires casi desnudas y danzas de seducción lésbicas. Más atrevida aún, su película Madame Satán contenía escenas de adulterio y de orgía (sí, el tema religioso hasta parecía el pretexto).
Frente a estos atentados contra las buenas costumbres, la sociedad bien pensante, representada por la Legión Nacional de la Decencia y otros grupos estadounidenses puritanos, empezó a tomar acciones para denunciar y boicotear estas obras que “inapropiadas”. También lograron que se suprimieran algunas escenas consideradas irreverentes, lo que dio lugar a proyecciones de obras cortadas en su narración y consecuentemente de menor calidad. Estas organizaciones religiosas tenían un poder significativo y amenazaban la prosperidad económica de los estudios hollywoodenses, que como respuesta decidieron redactar y adoptar el Código Hays.
Creatividad y lenguaje sobre la censura
La película Tarzán y su Compañera (1934) es el perfecto ejemplo de lo que ocurrió con la aplicación del código: ésta fue la última cinta de la serie donde íbamos a ver a Jane en bikini bañándose en un río al lado del nadador olímpico Johnny Weissmüller. Las siguientes adaptaciones de Tarzán presentaban a una Jane decentemente vestida a pesar del calor sofocante de la jungla.
Incluso caricaturas como Betty Boop se vieron afectadas y Betty tuvo que usar una falda más larga para no dar un mal ejemplo. A partir de este momento, los directores tuvieron que crear imágenes sugestivas y elipsis, así como estratagemas para contornar las reglas arbitrarias y a veces francamente ridículas del Código de Producción Cinematográfica.
La erótica escena de Gilda, en la cual Rita Hayworth se quita el guante de manera abiertamente sexual y evocativa, quizá no habría existido si el striptease integral hubiera estado permitido. La escena de seducción en la obra maestra de Alfred Hitchcock, Intriga Internacional (North by Northwest), termina con la imagen más explícita de un acto sexual consumado: después de un corto beso en las literas del vagón entre James Stewart y Eva Marie Saint, el corte se hace al tren que entra en un túnel.
El director inglés se volvió experto en el juego de evadir la censura. Las reglas decían que un beso no podía durar más de tres segundos en la pantalla, así que en Encadenados (Notorious), los actores Ingrid Bergman y Cary Grant se dieron el llamado beso más sensual de la historia del cine, en una escena de tres minutos compuesta de numerosos besos muy cortos intercalados con diálogos.
Hitchcock utilizó también la negociación para estirar la ley y logró manipular los censores. En Psicosis, el maestro del suspenso necesitaba que se viera la taza de baño para el desarrollo de la trama, pero era algo prohibido; decidió entonces presentar una escena de la regadera muy explícita a los miembros de la Comisión, quienes obviamente pidieron a Alfred Hitchcock retirar las partes desnudas de Janet Leigh. El inglés cedió a condición de que le dejaran mostrar la taza del baño, permiso que consiguió.
Los directores consiguieron cada vez más libertad, como lo comprueban las obras de Elia Kazan y Otto Preminger: el torso desnudo de Marlon Brando en Un Tranvía Llamado Deseo y las escenas de inyección de drogas de Frank Sinatra en El Hombre del Brazo de Oro evidenciaban que los cinéfilos de Estados Unidos estaban listos para ver más. La llegada de las películas italianas y francesas de los sesenta a las pantallas del otro lado del Atlántico precipitaron también la caída del Código Hays y la adopción de un sistema de clasificación de películas en 1968.
La censura en Hollywood de 1934 a 1968 desarrolló la imaginación de los directores. El Código Hays tuvo que ver indirectamente con la creación de un lenguaje cinematográfico hecho de elipsis y sugerencias que los espectadores aprendieron a descifrar e interpretar. Esta educación visual sigue siendo parte de nuestra forma de “leer” una película. Un ejemplo: un hombre y una mujer entran en un cuarto. La mujer prende un cigarro. Vemos el cigarro prendido abandonado en un cenicero. ¿Qué está pasando? Todos lo sabemos, y la escena no es parte ya de una censura sino de un auténtico recurso cinematográfico.
Los códigos actuales con clasificaciones para diversos públicos siguen siendo una fuente de creatividad cuando los directores exprimen lo permitido, por ejemplo, cuando un largometraje muy violenta se sacude algunos cuantos litros de sangre para acceder a un público más amplio. Censura… ¿prohibido prohibir o prohibido no prohibir?