Es casi una ironía. En una época de grandes avances tecnológicos a favor del espectáculo aparece El Artista, una película que en lugar de venderse gracias al uso de una altísima definición, efectos especiales y proyecciones en 3D, apela a la nostalgia del blanco y negro, y a la capacidad de sus actores para contar una historia en una cinta muda. ¿Su mejor carta de prensentación? El largometraje obtuvo el premio a Mejor Actor en Cannes y los Oscar a Mejor Diseño de Vestuario, Mejor Banda Sonora, Mejor Actor, Mejor Director y Mejor Película.
El Artista
El año 1927, época de peinados cortos, de trajes sastre para toda ocasión, de los primeros automóviles de combustión interna y del maravilloso invento del proyector cinematográfico que llenaba las salas de Los Ángeles y otras ciudades de Estados Unidos con cada nueva función.
Las grandes producciones eran enmarcadas por la popularidad de los actores más que por el nombre de su director; los carretes mostraban secuencias en tonalidades grises, películas sin sonido pero con orquestas que musicalizaban la función al estilo de banda sonora, así como intertítulos que mostraban algunos diálogos importantes para ayudar a profundizar en la historia.
Sin embargo, 1927 era también un año que aguardaba grandes cambios para la industria del cine gracias a una increíble creación que permitía capturar sonido en los filmes; ya no sería necesario una orquesta para la música y por fin el público podría escuchar los diálogos y conocer las voces de los histriones que tanto idolatraba.
En esta época de cambios es que se desarrolla El Artista, un largometraje mudo, con intertítulos y en blanco y negro, que cuenta la historia de un popular actor ubicado en lo más alto de la pirámide de la fama cuando de repente la tecnología del sonido pone en jaque su carrera; un hombre terco y convencido de que una imagen en la pantalla vale más que mil palabras, ya sean escritas o habladas.
George Valentin (Jean Dujardin) es este necio actor. Un curioso personaje con el que es imposible no sonreir con sólo verlo. Su afinado bigote y su rostro afable invitan a seguir y conocer su historia, en la cual se cruza con Peppy Miller (Bérénice Bejo), una joven aspirante a actriz a la que George tiene la (¿mala?) fortuna de encontrarse tras una de sus funciones.
Peppy es una enamorada admiradora de Valentin y este encuentro sólo enciende su llama por la farándula; pronto buscará trabajo como extra para ir escalando hacia mejores papeles, mientras George decide que su visión del arte no tiene lugar en las cintas sonoras y rompe tratos con su productor, abandonando el estudio con el que siempre había trabajado para empezar a grabar cine mudo por su cuenta.
Como es de esperarse, su aventura no transcurre tan bien, la maravilla del audio en las películas cambiaría la manera de hacer películas y, mientras por un lado Peppy va en camino a los más alto, Valentin cae en el olvido y la indiferencia del público. Una trama simple para un largometraje simple.
Pese a que muchos tachan a El Artista de pretenciosa, la realidad es que desde la concepción se nota más un amor por el arte, que la intención de demostrar algo. La única pretensión de su director, Michel Hazanavicius, es dar un justo homenaje a los pioneros del celuloide y en el camino introduce al espectador en los zapatos del público cinéfilo de principios del siglo XX, intentando recuperar la simplicidad que se ha perdido a favor de tecnologías cada vez más impresionantes, pero que disfrazan de sobre manera la capacidad de los actores en pantalla.
La magia de la actuación
Aquí no hay truco, no hay grandes catástrofes para ilustrar el drama ni bromas costosas para hacer reir al público. El único recurso con el que cuenta cada personaje en El Artista son ellos mismos, su capacidad para por medio de gestos, poses y carisma narrar algo que se concebiría imposible sin voz en nuestros tiempos.
La interpretación de cada uno de los protagonistas y personajes secundarios es inspiradora. Comenzando con Uggie en su papel de El Perro, un pequeño can que acompaña al protagonista en la mayoría de la cinta con sus bromas y trucos, pero que a la vez demuestra mayor personalidad que muchos actores humanos. Clifton (James Cromwell) es el otro gran compañero de George Valentin, trabaja como su chofer y en todo momento demuestra un apego especial con él; su rostro serio e inmutable es el balance perfecto para la actitud de su jefe.
John Goodman, a quienes quizá la mayoría ubiquen por su papel como Pedro Picapiedra, realiza un trabajo impactante. El propio Goodman parece haber sido transportado en una máquina del tiempo de inicios del siglo pasado hacia el presente para ejecutar su brillante caracterización: un productor buscando adelantos tecnológicos y formas de amasar más dinero en la industria fílmica, pero que en algún lugar de su avaro personaje esconde un corazón amable.
Bérénice Bejo da vida a Peppy Miller, la chica que comienza sus papeles como extra y bailarina para pronto ascender a lo más alto de la fama en Los Ángeles. Coqueta, alegre, misteriosa y con una belleza insuperable, su interpretación es una amalgama de muchas de las divas de antaño; su historia es similar a la de Greta Garbo, actriz que alcanzaría el estrellato mientras su pareja, John Gilbert, era rechazado por los nuevos estudios de filmación.
Y claro, Jean Dujardin, un actor francés especializado en comedia que da vida a George Valentin, uno de los personajes más entrañable de todos los tiempos y que seguramente se volverá en un icono con el pasar de los años. La versatilidad de Dujardin enamora al espectador, por un momento frunciendo las cejas verticalmente para indicar que algo serio está pasando, para más tarde sonreír con cierta ternura y reducir la tensión, o hacer un gesto desesperanzador ante la desgracia que vive. Dujardin es el alma de El Artista, un genio cuya labor va más allá de una caracterización en cámara y alcanza tintes de obra teatral mientras te hace creer que su propio mundo también es mudo.
Celebración de la industria
Esa sensación de puesta en escena, de teatro y pantomima, es la que inunda toda la producción de El Artista. Cada cuadro es brillante por sí mismo y en conjunto producen una cadena de reacciones que pocas veces se puede ver siquiera en una película “normal”: drama, suspenso, romance y comedia se anidan en una obra casi perfecta.
Michel Hazanavicius sabía que era difícil mantener el interés del público durante 100 minutos en un filme mudo basado sólo en bromas o tragedia, por lo que optó por hacer una historia que tuviera algo para todos. Para ello también aprovecha los clichés de los largometrajes de antaño, no como burla ni como parodia, sino como un recurso válido que muchos mirarán con una risa nostálgica.
La reconstrucción de la época se completa con un vestuario y una dirección de arte a la altura. Es curioso, porque las películas de la década de los 30 contaban con presupuestos más bien reducidos y el staff era considerablemente menor al de un filme actual. Tenían que hacer maravillas con el dinero que había para representar locaciones, contratar extras, tener algo para el maquillaje y reutilizar vestidos de otros filmes. Eso también se respira en El Artista, no intentan mostrarnos una meca del cine elegante y glamorosa, sino una acomodada a la realidad de aquel tiempo, con la moda de los 30, pero nunca como una cinta de época que gastaba más en vestuario que en otros elementos de la producción.
La música es el otro protagonista de El Artista. Las emociones de las películas mudos eran representadas por las caracterizaciones del actor y por el acompañamiento musical que dictaba el ritmo y hasta el género de la escena. Ludovic Bource se luce y entrega una banda sonora digna del Oscar, con composiciones musicales que recuerdan no sólo a las obras de aquella época, sino a las producciones de todo un siglo, piezas que tienen toques de Alfred Hitchcok y Bernard Herrmann.
Artística, pero no de arte
En suma, El Artista captura la nostalgia de un lenguaje que ha quedado atrás, pero que se mantiene inherente en la memoria colectiva, porque todos alguna vez vimos y disfrutamos una película de Charles Chaplin, de Buster Keaton o de Fritz Lang. Pero El Artista no sólo homenajea al cine mudo, es a la vez un clásico de los tiempos modernos que celebra el paso de la tecnología por el celuloide, en una película hermosa que transmite lo más artístico de la industria sin pretende ser de arte. El final es placentero como pocos, una coreografía digna del mejor espectáculo de Broadway que remata con un toque de magia mientras le da razón a su protagonista, George Valentin: en el cine, como en cualquier otro medio, una imagen vale más que mil palabras.
3 comentarios
Excelente película, 100 por ciento recomendable. Y estoy de acuerdo con tu crìtica, los actores no pudieron haber sido mejor elegidos y lejos de ser una pelìcula pretenciosa o un homenaje mal hecho, estuvo muy bien lograda ligada a una bonita historia. De las mejores cintas que he visto.
Muy buena tu reseña y tienes razón, con una película como El Artista queda comprobado que una imagen vale más que mil palabras. 🙂
Escribes muy bien, no la he visto aun pero tu reseña es muy buena y la haces ver como casi una necesidad ir a verla. Voy a hacerte caso y si no me gusta te reclamo 🙂
Sí es una gran película, y es tan simple como entretenida. Creo que lo mejor es la música.